Un ejercicio lírico de prosopopeya inversa: sobre el libro Un nudo en la palabra de Miguel Ángel Preciado

por
Pablo Meriguet Calle

Creo que la poesía es algo así como un animal que anda por el mundo cantando una que otra verdad, pero también mentiras dolorosas y punzantes. Podría decir también que la poesía es un mar herido que brama terco contra las piedras de la indiferencia. También podría disgregar tal proclama y pensar que la poesía es el lugar al que huyen las ideas que se atoran entre la vergüenza y la ilusión. Mil cosas más se podrían decir en este sentido, pero hay algo que tienen en común estas oraciones, y es que al ser dichas aspiran a establecer algo que todas las tradiciones poéticas tienen, pero sobre las cuales los antiguos griegos reflexionaron en primer lugar. Estos llamaron a este tipo de expresiones (algo así como) “ponerle rostro a algo” o, para ser más preciso, “hacer rostros”, “fabricar máscaras”, “confeccionar aquello que se ve”.

Podría decirse de alguna manera que la poesía en su variante más lírica siempre está enfrentándose a este problema, a saber, el de confeccionar aquello que se dice gracias a lo que hoy se llama comúnmente como “imágenes poéticas”, o sea, productos lingüísticos que evocan una realidad que se expresa directa e indirectamente, triunfal o catastróficamente a través de la poesía —así, de forma tan misteriosa como dialéctica—.

El núcleo expresivo del poemario titulado Un nudo en la palabra, es un intento extremadamente valiente por rehacer, mediante una voz poética clara, esta antigua y noble aspiración que busca traducir, gracias a la sensibilidad augusta del autor, aquellas experiencias, —a veces superfluas, a veces trascendentales— en “personajes” que nos llaman a guardar silencio y luego a conversar con ellos. Si me puedo explicar mejor, creo que el núcleo poético del libro se encuadra en la personificación o prosopopeya de los amores sentidos, la historia de la injusticia (y, por ende, también la historia de la justicia, esa social y no de mercado), la definición del amor, etc., como cuando Preciado dice:

El amor no entiende de cronologías

no sabe de esperas,

no soporta el reloj,

no respeta el toque de queda,

ni la dictadura, ni al torturador.

Seguramente,

el amor es Marxista.

O incluso este trabajo de prosopopeya se ve en el padre, que asoma su raíz al final del texto en forma de árbol. ¿O, me pregunto, será que el artificio del poeta Miguel Ángel Preciado en realidad es algo más complejo que esto? Lo pensé varias veces mientras leía el libro. Tal vez lo que nos ofrece el poeta es una prosopopeya a la inversa, es decir, que nos personifica a través de objetos tales como la práctica de los pueblos que resistieron al embate colonial, pese a las aspiraciones negadas, como cuando el vate dice:

…que simulan ser Pizarro sin pechera en Centroamérica,

sin espada,

hijos de algo que no tienen culpa

O como cuando trae la utopía como ejemplo de un amor que se hace mediante la aspiración de lo que es, como cuando dice urbanamente:

Una ciudad con todas las paredes rayadas

por nuestras canciones a lo largo del camino

para que recuestes tu cabeza en el cristal

y leas de memoria mis serenatas al volver

Así como cuando hace del amor un tercero que acompaña la relación de los enamorados, casi como si con ello se dijera que la compleja identidad de la pareja es en realidad un ser que nace y vive mientras haya compromiso. Este ejercicio de prosopopeya a la inversa de Preciado, que no es ni fácil ni amable para el tiempo de los poetas, llega a su cumbre en el último poema, en el cual nos habla sobre cómo un ser concreto, en este caso los secuoyas, se convierten en imagen poética para regresarnos nuevamente a la forma humana. Los secuoyas, esos árboles míticos que el poeta nos dice que, de personificarse, tendrían cualidades humanas como ser serenos, amantes del lugar en el que se encuentran, de mirada noble, de origen popular, comunistas, pero especialmente (y aquí hace el giro inverso) se llamarían Antonio, como su padre.

Y este último gesto, muy acertado, por cierto, de personificación negativa o prosopopeya inversa, no es algo menor considerando que el padre de nuestro autor (el gran Antonio Preciado) es también poeta, ¡y qué poeta! Pero este padre, que forma parte de la historia de la literatura ecuatoriana y mundial, no intimida al autor de Un nudo en la palabra. Si me permiten ser un poco egocéntrico, debo admitir que a mí me costaría bastante ser poeta si mi padre fuera Antonio Preciado. Pero Miguel Ángel, para suerte de todos los lectores de su obra, no parece sentir este peso en sus versos: nos regla una voz poética propia y valiente, desacomplejada y franca. Esto es algo que todo poeta, con padre o sin padre versificador, aspira tener, y Miguel Ángel así lo demuestra versátilmente en este libro.

De ahí que este poemario, repleto de reflexiones y expresiones sobre el amor, también se adentre en la problemática del tiempo, no solo como una propiedad medible de lo ya acontecido, sino también como una dimensión propia, con su existencia concreta, que acompasa la nuestra, la del presente que, como dijo Agustín de Hipona, se desvanece eternamente, aunque sea todo lo que tenemos. Por eso muchas veces el poemario nos da destellos de esa concreción histórica tanto en la reflexión de la vida como en la vida misma, tal y como lo afirma al sugerir que la razón no está siempre del lado de quien tiene la palabra, sino (a veces) de quien calla; o como cuando el futuro se convierte en amor, o mejor dicho en certidumbre de finalidades:

¿Por qué has dejado de dolerme?

¿por qué has dejado de arderme?

¿por qué has parado de palparme?

Otra virtud del poemario es la de saber adjetivar de manera sorpresiva y también lógica, al hablar de “pleno vuelo sustantivo”, o “luz dorada que supera la ventana”, así como “para melar el candombe sudoroso de tu espalda”. Y esta capacidad viene del sensualismo estético con el que trata la circunstancia de la relación de pareja o la relación con el pasado. Con sensualismo no me refiero a la sensualidad, sino a aquella estética que encuentra en la capacidad de los sentidos la clave para descifrar los retruécanos de aquello que desborda a los artistas. El sensualismo, de forma ya célebre, rechaza la vieja dicotomía mente/cuerpo, pues asume que aquello que sucede en el interior del ser humano no está desconectado de lo exterior, y por ello mismo es de ese exterior de donde bebe la subjetividad humana, incluyendo la capacidad de expresarse artísticamente. Preciado lo afirma así:

Quizá visite a Saramago/como acostumbro:

de pie,

con el codo al borde del suicidio en la ventana

–el vacío yace ansioso de que caiga una metáfora sucinta–.

De este modo, el aprecio que se hace de los maestros (otra característica que se expresa a lo largo de la obra) se manifiesta en ese exterior/interior que invita a la reflexión sobre la circunstancia propia. Entonces, como pienso, el poemario apuesta por una estética de las sensaciones que se traducen constantemente también en personajes invertidos que nos interpelan y a veces nos rencarnan, como si de tanto sentir, se nos hiciera Un nudo en la palabra.

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